"Durante los meses previos a su nacimiento nos empleamos en hacernos a la idea de que Antonio iba a necesitar ayuda", explica el padre de Antonio.
Antonio
El 22 de marzo de 2017 el mundo se detuvo. Sería cosa de dos o tres horas; después volvió a caminar, con su ritmo habitual, pero sin mí. Era, creo, la segunda ecografía que le hacían a mi mujer por el seguimiento del embarazo de nuestro tercer hijo, Antonio. Es normal que en esas ecografías uno esté nervioso, pero no asustado; como padre te preocupa que todo vaya bien, rara vez te imaginas que no sea así. Hay días en que todo lo que puedes desear es que las horas pasen y llegue la noche para dormirte y, al despertar, tengas la suerte de comprobar que las cosas no han sido tan enrevesadas como parecían.
Imagino que algo así se nos pasó por la cabeza a los dos, a Lea y a mí, cuando salimos de consulta con la duda de si nuestro hijo sería capaz de nacer, e incluso de sobrevivir fuera del útero de su madre, teniendo en cuenta el diagnóstico que nos acababan de dar. El Síndrome de Edwards es realmente complicado; quizá por eso yo siempre me he referido a él como Andrews, como si rebautizándolo su naturaleza fuera a ser diferente. Quienes están afectados por él a menudo no consiguen nacer y aquellos que lo hacen, suele ser para vivir con serías dificultades durante los pocos años que el destino les quiera regalar. Normalmente, con la confirmación del diagnóstico, a los padres se les deriva a un servicio psicológico; supongo que conviene ir preparándoles para lo inevitable.
A nosotros nos soltaron la bomba; después salieron de consulta, cerraron la puerta y nos dejaron solos, allí, en una habitación poco iluminada que normalmente está destinada a la ilusión y la felicidad. En esta ocasión la cosa era bien distinta. Las horas que vinieron más tarde, en la cafetería del hospital, con el teléfono móvil apagado por primera vez en años, fueron especialmente duras y, aún hoy, viéndolas en un aparentemente lejano pasado, siguen doliendo en la memoria. Recuerdo una taza de café que nadie se quiere tomar, una mesa naranja y burlona, la fugaz imagen de un almuerzo feliz tras una ecografía anterior, imagino que del mismo Antonio.
El diagnóstico, por suerte, no era definitivo
La AMC (Artrogriposis Múltiple Congénita) tampoco es un camino de rosas, pero cuando nos llegaron los resultados de una cara prueba que consiste en enviar un tubito de sangre de la futura mamá a algún lejano laboratorio para que la analicen sin arriesgar al bebé, confirmándonos que nuestro problema no era Edwards, respiramos.
La Artrogriposis es una enfermedad rara, con muchas manifestaciones y bastante desconocida. Por intentar resumirla en unas palabras: se trata de una afección de los grupos musculares asociados a una o varias articulaciones. En el caso de Antonio ésta es la rodilla derecha; su pierna tiene aproximadamente en 25% de la masa muscular normal. Esto será así durante toda su vida, así que esta ‘maldición’ le obliga a una vida sana y activa, llena de deporte, que le permita fortalecer esos pocos músculos despiertos. Visto así, incluso parece una bendición.
En cierta forma lo es. Antonio es un niño alegre, avispado, algo caradura, divertido y, sobre todo, muy sonriente. Durante los meses previos a su nacimiento nos empleamos en hacernos a la idea de que Antonio iba a necesitar ayuda. Sus dos hermanos, Lea y Paco, eran aún muy pequeños, ella tenía 3 años y él era un bebetón de 1 añito; también nosotros íbamos a necesitar ayuda. Las dudas se acumulaban y crecían: ¿llegará a caminar algún día, será autónomo, habrá alguna otra ‘sorpresa’, cualquier problema cognitivo? Recuerdo cierta noche en que llegué a proponerle a Dios un acuerdo: “toma mis piernas, mi capacidad motriz, a cambio de la recuperación de la suya”.
Como he dicho antes, aquel primer día el mundo se detuvo para mí. Tardé muchísimo en salir de aquella sala, de esa consulta fatal de ecografía. No fue hasta casi dos años más tarde que me sentí capaz de verbalizar ciertos sentimientos y asomarme a la realidad; primero me puse en pie, me acerqué lentamente a la puerta, quería salir fuera y conocer a Antonio, ese niño observador y sonriente que utilizaba sus brazos para arrastrarse por el suelo desplazando así su cuerpo y las pesadas escayolas a las que parecía haberse acostumbrado. Salí fuera de la mano de Antonio. Gracias a él empecé a ver nuevamente el mundo que me rodeaba y volví a ser parte de él; Antonio me enseñó a ser fuerte y paciente, me ayudó a reencontrarme con mis otros dos hijos y con Lea, de quienes me había alejado encerrándome en aquella habitación de hospital mental. Me recordó lo importante que puede ser una caricia cuando notas que algo no va bien, aunque no sepas el qué. Antonio me dio, me da, paz; ahora sé eso es lo más grande a que cualquier persona puede aspirar.
Volviendo la vista atrás, a aquel día fatal, no puedo hacer más que dar gracias. Gracias a Antonio he disfrutado de un montón de risas, de las muchas historias que se inventa para entretenerse y, de paso, camelarnos a todos con su alegre imaginación. Gracias a Antonio he disfrutado de un montón de horas en el agua, acompañándole en su rehabilitación y, de regalo, ayudándome a lidiar con mis fobias acuáticas.
Gracias a Antonio puedo ver cada día lo más importante que como padre puedo desear para mis hijos: su sonrisa; la suya y la de sus hermanos, su madre y sus abuelos, sus amigos del colegio… Porque esa es la principal característica de Antonio, su capacidad para hacer sonreír, su facilidad para hacer sentir a quién le conoce felicidad.
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